Recuerdo perfectamente el día que aquellas manos me dieron
forma.
Eran unas manos rudas, fuertes, pero diestras en sus
menesteres. Que tensaban con fuerza el tejido (que más tarde sería mi piel,)
para no dejar ninguna arruga en mi superficie.
El chasquido de la grapadora sonaba, rompiendo el silencio
del taller, y yo, resistía aquellos pinchazos, orgullosa de la forma que me iban
dando.
Engalanada con una cinta de ribetear de color verde chillón,
pude verme reflejada en los ojos brillantes de aquel maestro que me había
creado.
Poco después, Tras un breve trayecto en furgón, sentí como
me anclaba firmemente al muro de esa tienda de frutas y comestibles. La pared
era de piedra y mis garras penetraron en ella para resistir los envites de
lluvia y viento.
A partir de entonces mi misión iba a ser proteger del sol, y
de la lluvia repentina, todas las frutas que el dueño de la tienda colocaba
con metódica precisión en las cajas de
venta.
Sí, soy yo, la capota que veis en la imagen
Por aquel entonces era una capota afortunada. Tenía muchas
horas de trabajo, pero me gustaba mirar a un lado y al otro de la avenida. Me
recreaba con el ir y venir de las gentes, y me gustaba escuchar las
conversaciones que, bajo mi sombra protectora, tenían lugar entre compradores y
vendedor.
Sonreía cuando los niños saltaban ágiles, para intentar
alcanzar con la punta de sus dedos el fleco de mi bambalina. Y escuchaba
dichosa aquellos vítores de éxito cuando lo conseguían.
De noche, dormía plácida, recogida junto a la fachada donde
me sostenía con mis garras profundas. Era corto el tiempo, porque el tendero se
apresuraba a colocar las frutas ya en los primeros albores del sol.
Era un ruido ensordecedor, un enorme chillido de hierros y
cadenas retorciéndose a lento paso desde el extremo de la avenida. No había
visto nunca nada igual. Sí que estaba acostumbrada a ver coches y camiones,
pero nunca había visto nada así.
Encima de ese cuerpo enorme de hierro, una
especie de cabeza giraba en todos los sentidos, arrastrando en su recorrido un
largo tubo de hierro amenazador.
La gente corría entre chillidos, y se apresuraba a
esconderse en portales y tiendas. Desde los tejados de algunas casas empezaron
a sonar explosiones pequeñas que provocaban chispas en el cuerpo de aquel
monstruo.
Hasta que, con movimientos rápidos, aquel tubo de hierro
empezó a lanzar llamas de fuego en todas direcciones.
Paredes, edificios, balcones… todo iba cayendo al paso de
aquel monstruo.
Ha pasado algún tiempo. Tuve suerte de cómo me instaló aquel
mi creador, y todavía mantengo firmes mis garras en este muro semi-derruido que
un día fuere la pared de la tienda.
La calle está en silencio, siempre: Solamente de vez en
cuando algún disparo desde lo alto de lo que fueran edificios y viviendas
altera esa paz. Y se corresponde con alguna carrera desbocada de alguien que
intenta cruzar por la avenida.
Alguna vez caen desplomados en medio de ella, y permanecen
ahí, inmóviles, a veces por días, hasta que algún furgón gira la esquina
chirriando y se detiene junto a esos cuerpos,
para recogerlos con rapidez y darse de nuevo a la fuga.
No entiendo a la gente. No comprendo nada. No pasan niños,
ni se detiene nadie debajo de mi piel rasgada, a hablar animadamente, mientras
les cobijo del sol.
Recuerdo una de las últimas conversaciones que pude
escuchar, en la que repetían con miedo una palabra: guerra.
No sé lo qué significa ni cuánto durará, pero yo quiero
volver a tener la piel entera y poder
proteger del sol a las gentes que llenaban esta avenida.
Y es que el sol sigue viniendo cada mañana a despertarme.
Aunque ya nadie me recoja por las noches junto a la fachada y cada vez me
cueste más seguir agarrada al muro.
Tengo que aguantar. Esto no puede durar así siempre.
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