lunes, 6 de mayo de 2013

Guerra


Recuerdo perfectamente el día que aquellas manos me dieron forma.
Eran unas manos rudas, fuertes, pero diestras en sus menesteres. Que tensaban con fuerza el tejido (que más tarde sería mi piel,) para no dejar ninguna arruga en mi superficie.
El chasquido de la grapadora sonaba, rompiendo el silencio del taller, y yo, resistía aquellos pinchazos, orgullosa de la forma que me iban dando.
Engalanada con una cinta de ribetear de color verde chillón, pude verme reflejada en los ojos brillantes de aquel maestro que me había creado.
Poco después, Tras un breve trayecto en furgón, sentí como me anclaba firmemente al muro de esa tienda de frutas y comestibles. La pared era de piedra y mis garras penetraron en ella para resistir los envites de lluvia y viento.

A partir de entonces mi misión iba a ser proteger del sol, y de la lluvia repentina, todas las frutas que el dueño de la tienda colocaba con  metódica precisión en las cajas de venta.
Sí, soy yo, la capota que veis en la imagen
Por aquel entonces era una capota afortunada. Tenía muchas horas de trabajo, pero me gustaba mirar a un lado y al otro de la avenida. Me recreaba con el ir y venir de las gentes, y me gustaba escuchar las conversaciones que, bajo mi sombra protectora, tenían lugar entre compradores y vendedor.
Sonreía cuando los niños saltaban ágiles, para intentar alcanzar con la punta de sus dedos el fleco de mi bambalina. Y escuchaba dichosa aquellos vítores de éxito cuando lo conseguían.
De noche, dormía plácida, recogida junto a la fachada donde me sostenía con mis garras profundas. Era corto el tiempo, porque el tendero se apresuraba a colocar las frutas ya en los primeros albores del sol.

Era un ruido ensordecedor, un enorme chillido de hierros y cadenas retorciéndose a lento paso desde el extremo de la avenida. No había visto nunca nada igual. Sí que estaba acostumbrada a ver coches y camiones, pero nunca había visto nada así. 
Encima de ese cuerpo enorme de hierro, una especie de cabeza giraba en todos los sentidos, arrastrando en su recorrido un largo tubo de hierro amenazador.
La gente corría entre chillidos, y se apresuraba a esconderse en portales y tiendas. Desde los tejados de algunas casas empezaron a sonar explosiones pequeñas que provocaban chispas en el cuerpo de aquel monstruo.
Hasta que, con movimientos rápidos, aquel tubo de hierro empezó a lanzar llamas de fuego en todas direcciones.
Paredes, edificios, balcones… todo iba cayendo al paso de aquel monstruo.

Ha pasado algún tiempo. Tuve suerte de cómo me instaló aquel mi creador, y todavía mantengo firmes mis garras en este muro semi-derruido que un día fuere la pared de la tienda.
La calle está en silencio, siempre: Solamente de vez en cuando algún disparo desde lo alto de lo que fueran edificios y viviendas altera esa paz. Y se corresponde con alguna carrera desbocada de alguien que intenta cruzar por la avenida.
Alguna vez caen desplomados en medio de ella, y permanecen ahí, inmóviles, a veces por días, hasta que algún furgón gira la esquina chirriando y se detiene junto a  esos cuerpos, para recogerlos con rapidez y darse de nuevo a la fuga.

No entiendo a la gente. No comprendo nada. No pasan niños, ni se detiene nadie debajo de mi piel rasgada, a hablar animadamente, mientras les cobijo del sol.
Recuerdo una de las últimas conversaciones que pude escuchar, en la que repetían con miedo una palabra: guerra.

No sé lo qué significa ni cuánto durará, pero yo quiero volver a tener la piel entera y poder  proteger del sol a las gentes que llenaban esta avenida.
Y es que el sol sigue viniendo cada mañana a despertarme. Aunque ya nadie me recoja por las noches junto a la fachada y cada vez me cueste más seguir agarrada al muro.
Tengo que aguantar. Esto no puede durar así siempre.


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